Llegó un día normal en el 2003 dentro de mi vida normal. Uno de esos días en los cuales me levanté sin tener necesariamente una razón para hacerlo. Como de costumbre, me dirijo al baño donde me quedo pensando en cosas que me mantienen quieto, sin poder reaccionar. Entonces respiro profundo y comienzo a lavarme la boca, me detengo y enjuago. Termino con un baño rápido pero necesario. Tomo mis llaves y la puerta me mira con peculiar desafío.
Ya en mi vehículo, sentado, mirando fijamente hacia el horizonte, pero sin mirar realmente nada, me dispongo a encenderlo para iniciar mi marcha. El destino; la universidad.
Conduzco como de costumbre por la ruta preferida. Selecciono exactamente los mismos carriles de siempre, realizo los cambios en los mismos lugares de siempre y llego a la universidad a la misma hora de siempre.
Luego de tomar las primeras dos clases de la mañana, decido sentarme en el patio interior. Un patio realmente agradable, te regalaba la presencia de algunos árboles. Una vista parcial, pero clara, de los rayos del sol y un asiento en cemento que, aunque no tan cómodo, albergaba una enorme similitud a mis sentimientos.
Bajé la cabeza como cuando Jesucristo culminó su encomienda en la tierra. Pero yo, muy al contrario de él, no tenía ganas de continuar. Eran momentos muy difíciles, realmente momentos que estremecían mi ser. No podía ver más allá del huracán que vivía en ese momento. Levanté mi cabeza, miré al cielo y sin decir palabras, declamé desde lo más profundo de mi alma con una mirada.
Una gran ola imparable se acercaba a mis ojos con la fuerza y el estruendo de mil caballos galopando sin dirección alguna. ¡Oh, padre!, suspiré y entonces pasó.
Se cimienta un resplandor perteneciente al sol, en contra de los cristales de la biblioteca. Desciende una de las aves que más detestaba; llamados por algunos Mozambique o Zanate, pero yo lo conocía como Chango. Estas aves dañan los frutos, hacen un ruido inquietante, son montoneras y no respetan territorio alguno.
La miré con mi típico desprecio, experimentando el aborrecimiento en mi por su mera presencia. Como cuando no quieres prestarle demasiada atención a alguien que detestas. Pero algo dentro de mí, me susurraba que ocurría algo extraño.
Ella no se movía como de costumbre, no realizaba ese brinco peculiar, recogía la comida con una inclinación atípica. Parpadeé y atendí con mayor cuidado la escena; entonces mis ojos se abrieron.
Miré fijamente el ave; pero ahora, desde el banquillo del asombro, noté que esta no tenía una pata.
Observé con detenimiento la manera magistral con la que balanceaba el cuerpo, dejando prácticamente una distribución perfecta sobre la pata que le quedaba. Entendí que la manera extraña con la cual se agachaba era simple y sencillamente su manera de poder dirigir su cuerpo de forma efectiva hacia el alimento. En fin, su trabajo reflejaba, pericia, toda una obra de arte.
Sentí escalofríos y un grado de vergüenza. Ahí estaba yo, realmente triste, desanimado y con un listado de problemas a los cuales quería decir adiós. Pero allá estaba ella, animada y esforzándose, ante un listado de problemas a los que evidentemente les decía bienvenidos.
Me levanté, miré al cielo y con esperanza declamé desde lo más profundo de mi alma
¡Gracias!